HARAKIRI
(Masaki Kobayashi, Japón, 1962)
Siglo XVII. Han llegado tiempos de paz en Japón y con ello, miles de samuráis han quedado errantes por no contar con un amo.
Sin mucho más instrucción que la batalla, un importante número de ellos se ha vuelto inútil y visto obligado a optar por la limosna. Otros, más dignos, en practicar el Harakiri, máxima ceremonia para redimirse y recuperar el honor, que consiste en destriparse con un Tantō, mientras un ayudante lo decapita de un sablazo.
Harakiri es una película inteligente. Con una manera de relatar fuera de lo común que va deconstruyendo una historia pasada para darle sentido a un suicidio inminente.
Un cuchillazo directo al vientre
Harakiri destaca dentro del cine de género samurái por una sencilla razón, y es que aborda de manera crítica las prácticas de los clanes guerreros. En ningún caso prima el honor, la lealtad, la determinación; la elegancia del acero justiciero que es blandido por un guerrero ejemplar… No. Harakiri es un grito de protesta. Un cuchillazo directo al vientre del sistema feudal japonés del siglo XVII, en donde la hipocresía de los líderes maquillan ritualidades otrora honorables para mantener las apariencias del prestigio de los clanes samuráis.
En Harakiri se expone cómo mediante un rito honorable, se atenta contra la dignidad del ejecutante. Harakiri es una película filosófica, que lleva a cuestionarse ética y moralmente el actuar de los involucrados; por lo demás, invita a un ejercicio muy similar al que se logra en Rashômon de Akira Kurosawa sobre qué es la verdad, cuando solo se conoce la consecuencia pero no la causa. ¿Qué se obtiene? Una deliciosa narración que termina por revelar el origen de su anhelo a redimir lo que parecía ser cobardía, al más loable honor.
Unas palabra sobre Tatsuya Nakadai
Tatsuya Nakadai, quien un año antes hizo del samurái-pistolero en Yojimbo, consigue su revancha, demostrando que está a la altura del legendario Toshiro Mifune. La interpretación de Nakadai es brillante. Magnética y alucinante.
Podríamos decir sin temor a equivocarnos que Nakadai es a Masaki Kobayashi, como Mifune a Akira Kurosawa, a quien, en parte, este último le debe su fama y ser aclamado por la crítica occidental, por ser el favorito de Kurosawa, porque si bien Tatsuya Nakadai participó en dos o tres películas de sus películas, no le valió para hacer ruido (como sí lo hizo Toshiro Mifune y Takashi Shimura).
Sería solo en su vejez que Kurosawa lo llamaría para llevar roles protagónicos. Esto ocurre en: Kagemusha (La sombra del guerrero) y Ran; y da la sensación que así ocurrió más por el distanciamiento de Kurosawa con Mifune que por una elección personal.
Como sea, eso ya son elucubraciones personales. Lo cierto es que Tatsuya Nakadai no despegó en el ambiente cinematográfico internacional por verse opacado por el talentosísimo actor -por antonomasia samurái- que fue Mifune.
Todo lo comentado es para exponer una idea. Y esta es que si bien el exquisito cine japonés de postguerra se le suele resumir en Ozu, Mizoguchi, Kurosawa (el más occidental de todos), hay todo un mar por descubrir. Entre ellos está Masaki Kobayashi junto a su fiel samurái Tatsuya Nakadai.
Estamos frente a una de las mejores películas del género samurái. Sublime.