LA TUBERCULOSIS DE JAPÓN SE LLAMA YAKUZA

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En El ángel ebrio vemos personajes dispares e imperfectos. Llenos de vicios y personalidades fuertes. Por un lado tenemos al doctor Sanada (Takashi Shimura) -nuestro ángel ebrio- quien, de noble corazón padece de alcoholismo y corto genio. Su paciente es un yakuza llamado Matsunaga (Toshiro Mifune) -terco y violento- que no sabía que padece de tuberculosis. Ante esto, esconde su miedo a la muerte con violencia. Comenzará entonces a darse una extraña pero conmovedora relación entre ellos hasta la llegada del misterioso Okada a la ciudad.

El ángel ebrio consigue incluso más que entretener: es una invitación constante a sumergirse en la idea del juramento hipocrático. Porque cabe preguntarse, ¿Vale la vida de un criminal?ç

Kurosawa nos da una lección de vida. De esperanza, y expone que la peor enfermedad no es la que se padece de por sí, más bien es el entorno en que uno se desenvuelve. De nada sirve la cura si estamos inmersos en la mierda.

Con la brillantez que lo caracteriza, Akira Kurosawa juega con el simbolismo como herramienta narrativa, esta vez haciendo alusión a una laguna estancada cerca de las dependencias del doctor Sanada y las muchas similitudes, cuasi parábola de esta, con los bajos fondos del mundo criminal.

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta que el gran interés de la obra es denunciar con inteligencia que la Yakuza es la gran enfermedad que padece el Japón de postguerra. Es su propia tuberculosis. Dicho de una manera samurái: es un katanazo directo en el vientre de los códigos Yakuza.

Y esto lo hace para reforzar la idea fundamental de la película: si no se tiene voluntad, de nada vale intentarlo. Ya se habrá perdido toda esperanza.

Acerca del autor

Crítico de cine y fanático de la comida china. En búsqueda de la mejor película asiática mientras devoro wantanes (porque, sinceramente, son mucho mejores que las gyosas y los arrollados primavera).

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